La comida tradicional puede descifrarse como un mapa en movimiento: revela de dónde venimos, qué heredades nos moldean, qué brechas persisten y qué luchas defendemos.
Comenzamos este reporte citando a Revista de Frente, con una noticia muy ad hoc para este inicio de septiembre, conocido desde hace décadas como el «Mes de la Patria»: «El último ranking de TasteAtlas incluyó a las empanadas chilenas entre los 50 mejores pasteles salados del mundo. Puesto Nro. 34. No es el podio, pero sí un gesto significativo: la empanada, amasada en cocinas populares y servidas en fondas de septiembre, aparece reconocida junto a los börek balcánicos y las empanadas tucumanas de Argentina. Podríamos quedarnos en el orgullo gastronómico, pero sería quedarnos cortos. Porque la empanada chilena no es solo un alimento: es un marcador cultural y un espejo de nuestra historia. Cruza clases sociales y geografías. Es frita y es de horno, es jolgorio y es rito. Ninguna empanada se come sola: siempre convoca comunidad. No es común que alguien las prepare para comérselas en soledad; casi siempre es un rito colectivo que convoca a la unidad, a compartir, a reconocernos juntos».
Sin embargo, esa fuerza simbólica convive con una paradoja. Lo que en otros países se celebra como herencia cultural, en Chile suele relegarse al estante de lo estacional. El horno se enciende con fervor en septiembre, pero se enfría al terminar las fiestas. En esa lógica, se olvida que la empanada no vive solo de calendarios patrios: es parte de la mesa diaria, un hilo constante en la memoria culinaria del país.
¿Cómo presentó a nuestra empanada el prestigioso portal Taste Atlas al momento de entregar el listado de los mejores pasteles salados el planeta?; “Las empanadas chilenas se preparan comúnmente con masa de harina de trigo rellena de cebolla, carne molida, aceitunas, pasas y huevos duros. Estas empanadas suelen hornearse (…) Aunque se preparan y consumen durante todo el año, son especialmente populares durante las Fiestas Patrias en septiembre”.
En lo que se refiere a nuestro subcontinente americano, la empanada de Chile fue la tercera mejor ubicada en este Top 100 de Taste Atlas, siendo solo superada por el “pastel” de Brasil (7° en el mundo) y las “empanadas tucumanas” de Argentina (10° puesto en el listado global). Los primeros tres puestos del ranking son todos de Europa Oriental; 1) Pazarske Mantije de Serbia, 2) Burek de Bosnia y 3) Banitsa sas Sirene (con queso) de Bulgaria.
A nuestra querida empanada la encontraremos en la lonchera del obrero, en las ferias de barrio y en las mesas improvisadas de cualquier reunión escolar. No falta en los pasillos de una oficina ni en la mesa larga de una colecta comunitaria. Es capaz de sostener causas, de sellar amistades y de dar sabor a lo rutinario. Más que un simple bocado, se ha vuelto un emblema que cruza fronteras íntimas y colectivas: tan representativa como los colores de la bandera, tan cercana como el gesto de compartirla.
